Los atardeceres son especiales. Te quitan el aliento, te dejan sin palabras y pareciera que, tan solo por un momento, detuvieran el tiempo y el ajetreo del día desapareciera. Algo así fue lo que me pasó con este atardecer en la playa de Papamoa de Nueva Zelanda.
Creo que concuerdas conmigo. Un buen atardecer tiene el poder de interrumpir la marcha de cualquiera, incluso de aquellos que van corriendo por la vida sin mirar alrededor. Cuando el cielo se prende, es muy difícil quedar indiferente.
Ha sido un verano distinto en Nueva Zelanda. Muy lluvioso, extraño, el «peor verano de la historia» como lo dicen los mismos neozelandeses por lo cambiante del clima y las tormentas que azotaron la isla norte como nunca antes se había visto. Hasta un par de ciclones hubo en este loco verano kiwi.
Pero todavía queda algo de verano y agradezco estar tan cerca del mar. Al nadar mis energías se renuevan, sin importar lo que haya pasado durante la jornada. He descubierto una conexión con el mar difícil de explicar. A medida que camino para sumergime en el océano y el agua comienza a rodearme siento que me derrito lentamente con el vaivén de las olas, fusionándome sin resistencia con el mar en un solo elemento.
Aprovechando que la temporada de cosecha de kiwis no ha empezado, trato de ir al menos una vez al día a la playa. Me queda muy cerca y sería un desperdicio no hacerlo.
Voy en la tarde para quedarme hasta la puesta de sol. Ver el atardecer en la playa de Papamoa se ha convertido en un ritual necesario para la mente y el espíritu.
Después de nadar y hacer deporte me quedo sentado frente al mar disfrutando del paisaje y el sonido de las olas. Recargando energías y pensando en la aventura que estoy viviendo.
Con los pies en la arena y el cuerpo abrazado por la brisa de la tarde, el sol comienza su despedida. No lo puedo ver directamente, ya que lo hace por las montañas, por el otro lado de la isla norte.
Aunque no lo veo, los últimos rayos de sol dejan su huella y tiñen las olas del mar en un degradado de tonos rojos, naranjos y amarillos que van cambiando de intensidad y color.
Se oscurece lentamente y todavía sigo ahí. No me quiero mover. Todavía queda atardecer.
A lo lejos se ve el monte Maunganui, mejor conocido como «el Monte». El famoso monte que muchos viajeros que vienen con la visa working holiday anhelan conocer. Es como un sitio de peregrinación mochilero entre quienes vienen a hacer la temporada de kiwis o a vivir a Nueva Zelanda por un tiempo.
El tiempo pasa y por la playa aparecen de vez en cuando algunas personas que caminan en familia o aprovechan para sacar a pasear a sus mascotas. Qué mejor que caminar sin zapatos por la orilla de la playa sintiendo la frescura del mar y viendo el atardecer. Panorama perfecto para distraerse después del trabajo.
A unos metros de distancia hay una pareja que conversa y se entretiene al calor de una fogata. Llevan un tiempo en la playa y por las risas que escucho, parecen disfrutar la tarde. Puede que se encuentren en una cita romántica. Quien sabe.
Más tarde aparece una mujer que sin importar la hora se mete al mar casi en la oscuridad absoluta. Pasa rápido, directo al agua. Es la única valiente que se atreve a nadar a esa hora.
Ya no veo mucho, pero no es problema para agradecer por este mágico momento. Agradezco a la naturaleza por ofrecer un espectáculo como el que estoy admirando.
También agradezco el no haberme quedado acostado en el camping mirando el teléfono y haber venido a pasar la tarde a la playa.
A veces cuesta desapegarse de todos los estímulos digitales que tenemos al alcance de la mano, pero es muy necesario hacerlo para conectarse con nuestro entorno y con la naturaleza que tanto nos da día a día, aunque solo sea por unos pocos minutos.
Reconforta, despeja la mente y te deja con una sensación de tranquilidad y paz que se agradece demasiado.
Me quedo en la playa hasta el final mirando el monte, escuchando la música del mar y viendo como el cielo se apaga para dar paso a las estrellas y a la luna que se asoma lentamente por el horizonte. Es su momento de brillar.
Atardecer en la playa de Papamoa
Soy un coleccionador de atardeceres.
Sin darme cuenta siempre los busqué. Ahora lo reconozco y los capturo donde sea que vaya.
En los últimos años me han dado algunos de los momentos más hermosos de mi vida, transformándose en recuerdos inolvidables que atesoraré por siempre.
Este atardecer en la playa de Papamoa se va directo al baúl de los recuerdos inolvidables.
Si llegaste hasta acá, déjame preguntarte algo ¿cuál es el atardecer que más recuerdas o el lugar dónde viste el último atardecer que te dejó con la boca abierta?
Espero tu respuesta en los comentarios o en alguna fotografía de mi instagram, donde estoy subiendo las fotos de este y otros viajes. Ya vas a ver, encontrarás muchos atardeceres.
Un abrazo viajero y hasta el próximo atardecer.
Patricio – En Modo Viajero
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